Visité República Dominicana hace poco. Aunque fue gratificante conocer un lugar tan parecido al Caribe colombiano, también fue perturbador descubrir la manera en como los discursos históricos son instrumentalizados para perpetuar la discriminación hacia sus vecinos haitianos.
Conocí el centro histórico de Santo Domingo de la mano de un guía turístico. El recorrido inició en la Plaza Colón, la plaza mayor de la ciudad. A diferencia de lo que pasa en Colombia o Argentina, la plaza mayor de la capital no evoca a un prócer o a un hito de la independencia. En el caso de República Dominicana, esta lleva el nombre de Cristóbal Colón. Y en el centro de la misma hay una estatua que le rinde homenaje. A sus pies se encuentra la figura de Anacaona, una cacica taína ejecutada por los españoles en 1504 por sospechas de insurrección.
Los nombres de las calles/plazas y los monumentos le rinden homenaje a la «madre patria». Esta es la materialización del culto a la hispanidad que el dictador Rafael Leónidas Trujillo, que gobernó el país entre 1930 y 1961, y el presidente Joaquín Balaguer, uno de sus sucesores, cultivaron cuidadosamente durante el siglo XX, en parte, para posicionarla dentro del mercado turístico del Caribe.
En buena medida, los dominicanos construyeron su identidad nacional a partir de lo hispano y en oposición a lo haitiano. Los dominicanos se enuncian como blancos o indios/taínos y católicos. Los haitianos, por el contrario, son representados como negros y amantes del vudú. El discurso histórico ha servido para cimentar ese paradigma de diferenciación. El relato de nuestro guía lo hizo evidente. Mencionó con insistencia el «yugo haitiano», para referirse a la ocupación del país por parte de Haití entre 1822 y 1842. La red de monumentos y los nombres de las calles y plazas, cuando no rendían culto a lo hispano, celebraban a los próceres que lideraron la independencia frente a Haití.
Encontré varios lugares de la memoria que homenajeaban a Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella, los líderes de la causa. Encontré menos de Gregorio Luperón, el general afrodescendiente y de origen haitiano que luchó contra la ocupación por parte de España entre 1863-65, conocida como la Guerra de la Restauración. No encontré un solo monumento o calle/plaza que recordara a José Núñez de Cáceres, un criollo que declaró la primera independencia en 1821 y que intentó, sin éxitos, integrar el país a la Gran Colombia. Luego supe que una avenida y un parque, lejos del centro histórico, llevan su nombre.
El discurso histórico recreado a través de monumentos y espacios públicos ha construido una memoria que hace énfasis en los hitos fundacionales que distinguieron a República Dominicana de Haití. Estos también han servido para crear una oposición entre lo dominicano y haitiano.
En los últimos años, el Estado dominicano ha reglamentado dicha distinción al redefinir los términos de la ciudadanía dominicana a través de la sentencia 168/13, dictada el 23 de septiembre de 2013 por el Tribunal Constitucional. Esta redefinió los términos de la ciudadanía dominicana al establecer que solo eran dominicanos aquellas personas nacidas en suelo dominicano y cuyos padres fueran ciudadanos o extranjeros radicados legalmente en el país.
La sentencia tiene efectos retroactivos desde 1929. Esto desnacionalizó al menos a cuatro generaciones de dominicanos y dominicanas de ascendencia haitiana convirtiéndolos en apátridas en el suelo donde nacieron sus padres, madres, abuelos y abuelas. Esta situación ha sido denunciada como violatoria de los derechos humanos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y Human Rights Watch.
¿Hasta qué punto la memoria histórica ha permitido la configuración de prácticas legales y cotidianas de discriminación racial en República Dominicana? No hay manera de responder esta pregunta en tan pocas líneas, pero al menos si nos permiten reflexionar sobre la responsabilidad ética que nos atañe como profesionales de la Historia.